DESDE EL ACEQUIÓN – por Antonio Martínez Martínez
Querido paisano.
Te escribo desde la Motilla del Acequión, desde el que fue tu hogar y del que mi respetado alcalde parece haberse olvidado, a la vista de los míseros recursos que tiene previsto invertir en su rehabilitación. Es lo que tiene formar parte de un colectivo tan pequeño y que para colmo de males ni siquiera vota. Pero paciencia amigo, que no hay mal que cien años dure.
Hoy quiero comentarte una reflexión a la llevo tiempo dándole vueltas y que no me había decidido a compartir hasta ahora, no me preguntes por qué, aunque igual es porque cuantos más años cumples, menos ataduras tienes. Si acaso las que te impone tu propia conciencia, que con eso ya vas bien servido.
Empezando por el principio y por ser claros, te digo que hago mío y sin reservas el contenido del artículo 16 de la Constitución Española, que garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades, y que también establece que ninguna confesión tendrá carácter estatal, entendiendo al Estado como la suma de las tres administraciones, central, autonómica y local, aunque este último añadido sea de cosecha propia.
Dicho esto, quiero proclamar mi respeto hacia toda aquella persona que libremente profesa la religión con la que se siente más a gusto dentro de su piel, incluidas aquellas otras que, haciendo uso de esa misma libertad, deciden no practicar ninguna, y en consecuencia se declaran ateas, agnósticas o cualquier otro sinónimo que venga a significar lo mismo.
Por eso celebro la decisión de aquellos cargos públicos que sienten la fe católica correr por sus venas, y asisten gozosos a cuantos eventos religiosos se programan porque así se lo dicta su conciencia, sin alardear del cargo que puedan ocupar provisionalmente en ese momento. Y para ser justo, también aplaudo a quienes toman la decisión de no participar en ellos porque no sienten dentro de sí esa llamada.
Y mira que soy consciente de que quedarse en la puerta y no traspasar el umbral es una situación difícil de explicar, complicada de asumir y compleja de ejecutar, aunque solo sea por los dichosos convencionalismos sociales. Tarea que no debería ser tan ardua, porque cuando uno se presenta a las elecciones lo hace bajo el paraguas de un determinado partido político o coalición electoral, no bajo el refugio de tal o cual confesión religiosa.
Entiendo que cualquier creencia, sea esta la que sea y cuente con los fieles que cuente, pueda sentirse respaldada cuando las autoridades locales deciden participar y asistir a las celebraciones especiales que cada una conmemore y que sin duda están señaladas con rojo fosforito en el calendario, especialmente si se trata de la religión católica, que como todos sabemos es la mayoritaria en nuestro país.
Llámame iluso, pero soy de los que piensan que las invitaciones siempre son bienvenidas, si no llevan implícita ninguna velada obligación para quien las recibe y más aún si hablamos de temas religiosos, donde hay que ser exquisito en grado superlativo si no se quiere herir la susceptibilidad de nadie, ni de quien invita, ni a quien se invita.
Por eso no encontrarás en ningún manual del buen alcalde referencia alguna al deber de asistir en primera fila y de punta en blanco, a los eventos de carácter espiritual, porque entre otras cuestiones se supone que vivimos en un Estado aconfesional, en el que los temas relativos a la fe de cada cual se dirimen en el ámbito privado. Por eso, no entiendo a quienes se permiten el lujo de afear, como ya se ha hecho en más de una ocasión, la ausencia del alcalde de turno en los actos religiosos propios del periodo donde se conmemora los últimos momentos de Cristo en la tierra, por citar un ejemplo próximo en el tiempo, ni a quienes se afanan en lucir cargo a toda costa en eventos de una determinada religión, en este caso la católica, obviando a aquella parte de la ciudadanía que profesa otra religión y a quienes sencillamente, no profesan ninguna.
Pero como una cosa no quita la otra y reconociendo que tiene todo el sentido del mundo que el Estado se declare aconfesional, también lo tiene que nuestro Ayuntamiento ponga todos los recursos necesarios sobre la mesa para que las celebraciones multitudinarias, como lo es la Semana Santa, se desarrollen con todas las ley y cuenten con todas las medidas de seguridad habidas y por haber para evitar males mayores, que luego vienen las madresmías. Vamos, igual que se viene haciendo con la cabalgata de la Feria o con el campeonato de España de duatlón.
Y ahora es cuando viene la reflexión personal. Si todo esto es así, que lo es, no hagamos como los fariseos y aparentando virtud, juzguemos severamente la conducta de los demás.
En resumidas cuentas, al final del mandato, la valoración que hagamos del equipo de gobierno debería ser en función de sus hechos, y no por su asistencia o ausencia a la procesión del Viernes Santo, o a la misa del día 8 de septiembre. Al menos eso creo yo. O somos constitucionalistas o no lo somos, o vivimos en un Estado aconfesional o no, porque eso de la aconfesionalidad católica, como que no cuadra mucho. A que no, pues eso.
La laicidad es la expresión jurídica de la tolerancia donde todo cabe y donde todos tenemos nuestro espacio.
Antonio Martínez